Día de muertos



El día parece como cualquier otro. Te levantas. Haces cosas rutinarias hasta que al final ya estás conduciendo hacia tu trabajo, o al menos a cualquier lado. Y te das cuenta que no, que el día no es como cualquier otro. En México es: el día de muertos. Entonces el sol te parece menos cálido.
Una enorme esfera de ceniza húmeda se te hunde en el pecho y algo te falta. La alegría se esfuma paulatinamente como un halo de luz en un cementerio bajo la luna.                                                 Cementerio. Luz. Luna.
Alguien o algo chasquea los dedos y ahí está. Hola tristeza.
Nuestros muertos nos tienen tomados por los calzones como decía Jaime Sabines. Sus helados dedos nos recorren la espalda y sin embargo, sonreímos. Su recuerdo nos inunda. Son ellos la otra mitad de nuestra vida.

En mi niñez recuerdo las visitas a los panteones. Tapizar de flores la tumba del abuelo Antonio. Multitudes de acá para allá, perturbando la paz 'eterna' de los muertos. Recuerdo mi mano tomada firmemente por mi madre, arrastrándome entre la muchedumbre, y mi papá allá, más adelante, con la mirada en alto, buscando la tumba del abuelo.

Tiene algo de magia todo eso.
¿Hay algo mejor que la ironía de ver correr y saltar a los niños entre las tumbas? ¿Hay mejor representación de la vida ante la muerte que esa?
La vida y la muerte se entrelazan en el pecho de los vivos. Las raíces le recuerdan al árbol, a diario, que está atado a la tierra, que pertenece a ella. De niño viví la muerte colorida y ajena, la muerte que olía a claveles y flores de muerto, a tierra húmeda y negra entre las uñas, a enchiladas y aguas frescas. La muerte de mi niñez era un festejo volátil y alegre.
Pero la muerte ahora, a la mitad de mi vida, ha perdido esa gloriosa y colorida máscara.
Me ha mostrado el vacío detrás de sus cuencas, los despojos que desgarra entre sus putrefactos dientes. 

La aplastadora victoria del gusano conquistador.

El corazón que se detuvo dentro de mi madre, la innombrable manera de irse de mi hermana, una niña desconocida en una polvorienta calle, el esposo de mi sobrina consumido por el cáncer...
La muerte no es alegre. No es gloriosa. Ni es justa ni malvada.
La muerte es la muerte. Es la nada.
Los restos de mi madre y de mi hermana, y de todos nuestros muertos están ahí, en tumbas, en esos extraños lugares que llamamos cementerios. Ahora siento que no necesito ir ahí, ahí solo está la muerte, lo que físicamente fueron. Lo que fue de su vida, la vida que les conocí y que tuvieron,
está en mi mente, en esas extraordinarias postales mentales que llamamos recuerdos.
Ahí las celebro. Ahí las conservo. Más arriba hablo de tristeza, es cierto. Ahora no concibo la tristeza como algo desagradable o no deseado. Siempre estaré triste de que no estén más con nosotros.
Pero ¿Qué somos desde que nacemos si no prospectos de la muerte? La vida es un hilo delgado suspendido en un abismo. Todos los muertos trataron de atravesarla sin caer. Pero todos caeremos.
Todos llevamos bajo esta máscara el rostro de un muerto. También soy uno de ellos.

"por un instante inmenso (...) vislumbramos
nuestra unidad perdida, el desamparo
que es ser hombres, la gloria que es ser hombres
y compartir el pan, el sol, la muerte,
el olvidado asombro de estar vivos..."

Octavio Paz. Piedra de sol.

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